El cazador de sueños inocentes ( 1 ).



Somníferos de neón


El mercado negro se adaptaba a todo, incluso a la ausencia de sueños.

Desde hacía unos meses, Erick había oído rumores de unas cápsulas translúcidas, de un tono lechoso, conocidas como “somníferos de neón”. Decían que bastaba una de ellas para provocar breves destellos de ensoñación: un minuto de color, una ráfaga de calma, un recuerdo imposible. La gente las tomaba con desesperación, aunque nadie sabía de dónde provenían.


Erick necesitaba saberlo. Sabía que el tráfico de sueños era un sacrilegio, pero también intuía que podía acercarlo a su objetivo. Rastreador en mano, siguió la ruta de distribución por los canales subterráneos de la ciudad, donde las luces parpadeaban como luciérnagas enfermas. El olor a ozono y moho impregnaba cada escalón.


En un almacén sin letrero encontró la respuesta.

Decenas de cápsulas flotaban en un tanque de líquido viscoso, conectadas a un sistema de soporte vital. Dentro de cada cápsula, un niño dormía. Eran clones: copias pálidas y silenciosas, con los ojos cerrados y el rostro idéntico. Todos ellos en una fila infinita de muñecos Reborn. Sobre cada cuna se proyectaba un número y una palabra: Sueño 9.715, Sueño 9.716…


Erick sintió una punzada de náusea. Aquello no era una granja de fármacos, sino una fábrica de sueños robados. Las mentes infantiles producían, durante sus cortos estados de reposo, las microondas que luego se destilaban en esas cápsulas de neón. Sueños reducidos a droga, a mercancía.


Se acercó a uno de los tanques. Un niño reborn, tal vez de dos años, sonreía entre burbujas. En el monitor de control aparecían picos cerebrales que él reconoció al instante: las mismas ondas que había registrado del niño del silencio.


—¿Qué os están haciendo? —susurró, sabiendo que no habría respuesta.


Desconectó una cápsula, guardándola entre sus manos. Al hacerlo, la sonrisa del pequeño se desvaneció y el monitor marcó una línea plana.

Erick sintió un vértigo helado. Había salvado un fragmento de sueño, pero a cambio quizás había apagado una vida.


Esa noche, caminando por las calles sin farolas, observó que las gotas de lluvia reflejaban un tenue resplandor verdoso. Comprendió entonces que los sueños robados ya circulaban por la ciudad, filtrándose en la piel de todos como una nueva forma de contagio.




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