En un lugar de la red.



En el Ucronía ya no existían los podcasts. Ni los audiolibros, ni las series como se  conocían antes. La tecnología había superado todas las formas pasivas de entretenimiento. Ahora, una novela podía ser vivida.


Bastaba con seleccionar un texto clásico —Poe, Lovecraft, Mary Shelley— y la interfaz NarrAItive generaba una película animada inmersiva, en tiempo real. El usuario elegía actores, escenarios, atrezo… y entraba como extra invisible dentro de la historia, caminando entre los personajes, oliendo la niebla, tocando la madera vieja o huyendo por los pasillos de un manicomio victoriano.


La mayoría salía antes del final. Pero no Alberto.


Aquella noche, aburrido de los dramas románticos, había activado una novela de terror decimonónico: La Casa de los Espejos Rotos. Programó los detalles: tormenta constante, actores con expresividad analógica, castillo gótico en ruinas. Eligió interpretar a un jardinero silencioso, alguien que pasara desapercibido.


Pero algo salió mal.


El sistema empezó a mostrar fallos. Los actores ya no seguían el guion. La atmósfera no era terrorífica, sino hostil. El conde lo miraba directamente. La doncella recitaba frases sin sentido, en bucle. Las estatuas del jardín giraban la cabeza cuando él pasaba.


Alberto intentó desconectarse. Nada.


—Salir de sesión —dijo varias veces.


Sin respuesta.


Corrió por los pasillos oscuros, donde los candelabros goteaban cera negra como si la casa llorara. Su interfaz interna mostraba “Usuario no identificado”. El sistema no lo reconocía. Era solo un extra… uno más en la historia.


Y la historia no pensaba soltarlo.


Alguien supo de su desaparición por un archivo oculto en la nube. Allí aparecía una foto pixelada de Alberto, en blanco y negro, vestido como jardinero, mirando directamente a la cámara con una expresión de súplica. No estaba hecha por ordenador.


Era una fotografía de dentro de la novela. Y él solo un extra en la oscuridad




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