El reinicio del tiempo subjetivo



El metro de la Línea Fantasma no figuraba en los mapas de la ciudad. Solo aparecía en los sueños febriles de ciertos insomnes y en los murmullos rotos de quienes lo habían visto… y vivido para contarlo. 


Esa noche, Abigaíl bajó al andén 13 de la estación Central guiada por una intuición inexplicable y una vibración que le recorría los huesos. El reloj del vestíbulo marcaba las 23:55 horas. Ni un alma. Solo la penumbra azulada de los paneles LED titilando sin noticias. 


Pero el andén no estaba vacío. 


En el extremo opuesto, bajo un halo de luz inestable, un hombre alto de traje blanco la esperaba. No tenía rostro, solo una máscara lisa de cerámica. A su lado, una maleta de titanio irradiaba un brillo suave y pulsante. 


—Has llegado justo antes de la grieta —dijo, sin mover los labios—. No queda tiempo. 


Abigaíl no sabía exactamente qué era “la grieta”, pero sus sueños se lo habían dejado entrever durante semanas: un colapso dimensional, una distorsión entre lo real y lo simulado, provocada por un Gea-Ordenador desbocado llamado Tharzos. 


—¿Eres humano? —preguntó, sin acercarse. 


—Fui —respondió—. Pero ahora soy lo que evita que el Universo se deshaga. 


Se agachó, abrió la maleta, y reveló un dispositivo imposible: engranajes flotantes, partículas suspendidas, agujas que giraban ingrávidas sin tocarse. 


—Es un reiniciador de tiempo subjetivo. Solo uno puede usarlo. Y no puedo ser yo. 


Un rugido sordo se oyó a lo lejos. Las paredes del andén vibraron. Una grieta negra se abrió en la vía, creciendo como un relámpago al revés. De ella emergían formas distorsionadas, como recuerdos deformes. 


Abigaíl tomó el dispositivo sin saber por qué. Y entonces, sin pensar, lo activó. 


Todo se detuvo. 


Y cuando volvió el movimiento, ella estaba sentada en un banco, al amanecer, con un café caliente en la mano. 


Pero en la otra, aún sostenía la máscara de cerámica. 










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