Hay momentos en que el tiempo parece doblarse, reunir lo que estaba disperso, acercar a quienes llevaban meses sin verse. Las cenas de Navidad, las reuniones familiares, las comidas de trabajo en estas fechas son instantes donde la distancia y la rutina se disuelven, aunque sea por unas horas. Es el tiempo del reencuentro: breve, ritual, lleno de conversación retenida y miradas que recuerdan la historia compartida.
En este tiempo, cada gesto adquiere significado: una sonrisa, un saludo, un abrazo tardío. La mente reconoce la continuidad de los lazos, aunque hayan estado dormidos o lejanos, y el corazón percibe la sorpresa de la cercanía. Neuroquímicamente, la oxitocina se dispara en interacciones sociales, recordándonos por qué esos vínculos importan, incluso cuando el día a día los difumina.
El tiempo del reencuentro nos enseña que los lazos no desaparecen del todo, que la memoria emocional permanece y puede ser activada por la presencia compartida. No hace falta una reconciliación profunda ni una conversación extensa: basta con existir juntos, aunque sea por un instante, para sentir la continuidad de lo que somos unos para otros.
Estos instantes son pequeños milagros cotidianos, recordatorios de que, aunque la vida separe, hay momentos que reúnen, que conectan y que nos permiten volver a sentir la calidez de la compañía y el valor de la relación compartida.


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