La soledad no deseada



Hoy es el Día Internacional contra la soledad no deseada que se conmemora cada 16 de diciembre, y coincide con el aniversario del nacimiento del célebre compositor Ludwig van Beethoven.

Beethoven padeció el aislamiento social, en su caso, debido a su discapacidad auditiva, aunque eso no le impidió crear obras tan maravillosas como la Novena Sinfonía, con su Oda a la Alegría que sigue despertando en todos los que la escuchamos un anhelo de paz y fraternidad.

Y me ha hecho recordar este capítulo de mi novela coral “Los Monstruos de la Razón” dedicado a la soledad no deseada. Aunque no penséis que únicamente afecta a los más mayores, también los más  jóvenes la sienten cada vez en mayor número.


Habitantes del vacío.


El parque estaba casi vacío a esas horas. Ramón se sentó en su banco de siempre, junto al seto mal podado que dejaba asomar las raíces. Llevaba una bolsa con pan duro para las palomas, aunque ya no venían tantas como antes.


Hoy tampoco vendrá nadie —murmuró, mientras rompía un trozo de corteza y lo dejaba caer al suelo—. Ni ella, ni ellos, ni siquiera la señora con el perro que no ladra.


Un anciano con un elegante abrigo beige pasó a su lado y asintió. Ramón le devolvió el gesto con un leve movimiento de cabeza. No se conocían, pero se veían casi cada día.


¿Le molestan las palomas? —preguntó, rompiendo el silencio.


—No, hombre. Si no fuera por ellas, este sitio sería un cementerio —respondió el otro, sentándose en el banco de enfrente.


Cementerio ya es, solo que sin lápidas —añadió Ramón.


El hombre sonrió, pero bajó la mirada. Ramón se dio cuenta de que había hablado demasiado pronto.


Perdone. Últimamente tengo la lengua más suelta que antes.


—No pasa nada. Cada uno carga con lo suyo —dijo el otro—. Me llamo Pedro.


Ramón. Vivo ahí —señalando con la cabeza hacia un edificio gris, sin adornos—. Antes salía con mi mujer, pero hace ya diez años que…


Pedro asintió en silencio. Ramón no siguió.


—¿Tiene hijos? —preguntó Pedro, tras una pausa larga.


Uno. Pero vive lejos. No viene mucho. Está… ocupado.


—Ya. Todos están ocupados. Siempre.


Las palomas se acercaban, ajenas a la conversación. Ramón dejó caer más migas.


¿Sabe lo peor? —dijo Ramón, sin mirar a Pedro—. Que no es el silencio. Es volver a casa y notar que el aire no se ha movido. Que todo está como lo dejé. Que no hay nadie esperando. Ni una voz, ni una queja, ni una taza fuera de sitio.


—Yo a veces dejo la radio encendida para engañarme. Un poco de ruido. Como si alguien estuviera en la cocina.


Yo hablo con las fotos. Suena ridículo, lo sé.


—No lo es. Cada uno se agarra a lo que puede.


Ya ni me reconozco en este cuerpo —dijo Ramón, bajando la vista hacia sus manos—. Antes era rápido, fuerte. Me pasaba horas trabajando. Ahora me cuesta atarme los zapatos.


—Y, sin embargo, seguimos —dijo Pedro.


¿Por qué?


—Porque aún hay bancos, palomas y conversaciones como esta.


Pedro lo miró por primera vez, con atención. Tenía los ojos cansados, pero vivos.


Gracias por sentarse —dijo Ramón.


—Gracias por hablar.


Ramón se levantó con dificultad.


Vengo cada jueves. Siempre me siento aquí. Si un día no me ve, es que algo cambió.


—Yo vengo cada tarde. Estaré encantado de saludarle.


Ramón asintió. Caminó despacio hacia la salida. Pedro lo siguió con la mirada. Luego se quedó solo, otra vez. Pero el banco ya no parecía tan vacío como otros días.


—Mañana traeré pan fresco —susurró Pedro para si, mientras una paloma que se le había acercado  había comenzado a picotearle el zapato.





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